En nuestra niñez era un acontecimiento insólito y con frecuencia quedó grabado para siempre en nuestra memoria.
No los había visto en fotografía ni en película. No teníamos aún televisor en casa. Los imaginaba como yo, como mis padres o mi hermana, como mis amigos, con la piel morena de más por el sol. Pero no era exactamente así.
Yo iba de la mano de mi madre. El autobús, el Pío, nos había dejado en la Bajada del Puente, junto al surtidor de gasolina. Cruzábamos hacia la Acera Pintada cuando pasó una doble fila de seminaristas. Una vez en semana, por la tarde, salían del seminario de San Eulogio para jugar al fútbol en el campo anexo al colegio Fray Albino. Era de ver la imagen del puente romano con las dos aceras llenas de seminaristas. Ah, cómo se perdieron las vocaciones.
Nosotros íbamos hacia la calle Altillo, a visitar a mi abuela Sebastiana. Oh, no era exactamente como nosotros. Eran los labios. Era la nariz. Era pelo. Era el negro azulado en su cara, distinto al negro mate de la sotana. Era el asombro infantil de la primera vez ante un muchacho de raza negra. La diferencia. La igualdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario