viernes, 10 de octubre de 2025

Square des Bénédictins

 

Medita et labora


El ser del árbol:

raíz y vuelo

hacia la tierra,

hasta la luz.


Las campanas llaman al ángelus.

Por el jardín en sombras y luces

baja el murmullo,

la canción fugitiva del agua.


Pasan las nubes.

Vuelan mariposas y libélulas,

cantan las tórtolas.


Caen las hojas

a la tierra

                   cumpliendo su ciclo:

tierra a la tierra,

vida a la vida.


***

(Lyons-la-Fôret, 10 agosto 2025)


martes, 7 de octubre de 2025

Vidas perdidas

 No recordaba haberlo comprado ni recibido como regalo, pero ahí estaba, entre la inquietante El hombre que amaba a los niños, de la australiana Christina Stead y el clásico Rojo y negro de Stendhal. En la portada en blanco y negro de la editorial Nórdica, una fotografía del suizo René Barri famoso retratista del Che Guevara sonriente, habano en la boca en la que se ve a un adolescente sentado en un suelo cubierto de hierbas, flexionadas las piernas en uve, apoyados los codos en las rodillas, en la mano derecha lo que parece un emparedado. El muchacho viste pantalón oscuro y camisa clara, desabotonada hasta más abajo del esternón. Es de piel morena, chicano, quizá. Mira serio a la cámara. Debe lucir un sol rutilante, porque ha fruncido el ceño para protegerse de la mucha luz. En el lugar de los ojos, dos sombras negras, ovaladas, como si llevara un antifaz. Detrás de él, a la derecha, la trasera de un autobús de los años 40 o 50 los vi de ese tipo en los primeros 60, en Esparragal, y viajé un par de veces en uno de ellos, la trasera, digo, desenfocada por la velocidad del vehículo en el momento del clic del fotógrafo. Al fondo, detrás del muchacho, un paisaje de suaves ondulaciones con un solitario árbol allá en la lejanía.

Ahora que observo la imagen de la portada del libro –John Steinbeck, El autobús perdido– me doy cuenta de lo bien elegida que está, de como anuncia en gran parte la historia que nos aguarda a bordo de ese autobús.

La novela comienza –Steinbeck sabía cómo empezar una historia: nadie que haya leído Las uvas de la ira olvidará el relato de la sequía que obliga a los Joad a abandonar su granja en Oklahoma en busca del paraíso de California– en un cruce de carreteras californiano, en Rebel Corners: gasolinera, taller mecánico, bar restaurante y, ocasionalmente, alojamiento de viajeros, regido por Juan Chicoy –madre irlandesa, padre mexicano, mecánico y chófer de autobús– y por su esposa Alice, alcohólica, ayudados por una camarera, Norma, prima fingida de Clark Gable que sueña con viajar a Hollywood y convertirse en estrella del cine, y por Pimples, un adolescente de 17 años, marcado por el acné y por la pulsión sexual como imponen las hormonas en tal edad.

Una vez reparado por Juan Chicoy el viejo autobús «Sweetheart», es hora de conocer a los viajeros, de disfrutar de la maestría de Steinbeck al trazar retratos de personajes: el señor Pritchard, próspero empresario, prototipo del self made man; su mujer, Bernice, frígida mojigata con sempiterna jaqueca, y su hija Mildred, una mosquita muerta; los tres van camino de unas vacaciones en México. El joven Ernst Horton, veterano de la II Guerra Mundial en Europa, emprendedor, solitario, optimista de más y viajante de artículos de broma. El viejo y malhumorado Van Brunt –sus razones tiene el pobre hombre– experto en objetar.

Tras un salto a la estación de autobuses de San Ysidro, donde conoceremos al ligón de Louie, un cerdo machista para quien las mujeres son unas guarras, y a una misteriosa y atractiva rubia, que adoptará el nombre de Camille, volvemos de nuevo a Rebel Corners, al autobús y tomamos rumbo a San Juan de la Cruz por una carretera abandonada.

El autobús perdido es una novela de personajes, una historia contada por un narrador superomnisciente, superobservador, capaz de deleitarnos con la descripción de un trago de whisky, de unos zapatos, o de la geografía interior de unos personajes disconformes, insatisfechos con la vulgaridad de sus vidas.

Y de sus sentimientos. Porque ninguno de ellos tiene una vida emocional plena y reconfortante. Adolecen de las mismas carencias y frustraciones: en el amor y en el sexo, en el trabajo, en sus relaciones sociales, en el lugar donde quieren vivir. No sólo comparten el mismo espacio –autobús– y el mismo destino geográfico inmediato –San Juan de la Cruz–, los aúna también idéntica certeza del fracaso, del desencanto de sí mismos, el reconocimiento de unas vidas malogradas.

Existe el mito del sueño americano. Y existe el desengaño. La vida es más Steinbeck que Rockefeller.


lunes, 6 de octubre de 2025

Catedral de Amiens (2)


 II


Delicadas al fin

las manos del cantero,

conocen el secreto

del aire y de lo grave,

la sutil elocuencia

del cincel y de la maza,

y hacen de lo pesado

divina ligereza.


jueves, 2 de octubre de 2025

Pablo Guerrero. In memoriam

 A cántaros

Tú y yo muchacha, estamos hechos de nubes. La complicidad del amor. O de la amistad. Buen comienzo. Amor. O amistad. Unas manos que enlazar. Un camino que recorrer juntos. Y nubes. La materia de los sueños. El deseo de volar alto. Lejos de la realidad. De la grisura. De la opresión. ¿Pero quién nos ata? El régimen. ¿Pero quién nos ata? El miedo. Los grises. La censura. Dame la mano y vamos a sentarnos bajo cualquier estatua. Reflexionemos. Oigamos nuestras voces. La tuya y la mía. Al aire libre tú y yo, muchacha. Bajo cualquier estatua. Sin miedo a que nos oigan. A que nos callen. Que es tiempo de vivir y de soñar y de creer. Ahora que somos jóvenes y nos tenemos y vamos de la mano. Cuándo vamos a soñar, si no. A creernos nube. A ser libres.

Tiene que llover para que florezca nueva la tierra. Tiene que llover para que vuelen las nubes. Tiene que llover para empaparnos de agua y risas. Tiene que llover para ser puros de nuevo. Para que la lluvia arrastre el pasado. A cántaros. Porque hay tanto dolor que consolar. Tanta memoria que dejar limpia.

Estamos amasados con libertad, muchacho. Cómo dudarlo. Pero por qué tanto miedo a que seamos, a que nos sintamos, libres. Somos libertad, muchacho, o no somos. ¿Pero quien nos ata? Los militares. ¿Pero quien nos ata? Las sotanas. Ten tu barro dispuesto, elegido tu sitio. Llegó el momento. Enfrentarse. Ser enemigo. Tener amigos. Ser libre es decidir. Decidir es ser libre. ¿En qué lado de la calle vas a quedarte? Preparada tu marcha. ¿En qué dirección vas a correr? Preparada tu marcha. ¿A quién quieres encontrarte? Hay que doler de la vida hasta creer. Tomar conciencia. Comprometernos contra las injusticias y las dificultades que soportan nuestros semejantes. Superar el dolor. Contribuir a la lucha.

Tiene que llover. Libertad. Tiene que llover. Democracia. Tiene que llover. Esperanza. Tiene que llover a cántaros. Que limpie los viejos cauces. Que corra un nuevo río.

Ellos seguirán dormidos. A resguardo. Como señores. Como burgueses. En sus cuentas corrientes de seguridad. En la cueva de los cuarenta ladrones. Te querrán vender la vida, la muerte y la paz. Dueños de tu vida entera. De tu más acá. De tu más allá. ¿Le pongo diez metros en cómodos plazos de felicidad? Con qué facilidad nos compran. Qué baratos nos vendemos. Pero tú y yo sabemos que hay señales que anuncian. La lluvia es esperanza. Renacer. Evolución. Progreso.

Que la siesta se acaba. Despertar a la realidad. Que la siesta se acaba. A la resistencia. Y que una lluvia fuerte, sin bioenzimas, claro, limpiará nuestra casa. Un agua pura, no contaminada. Para un hombre y una mujer nuevos. Limpiará nuestra casa. Superación de lo viejo. Del régimen. Una nueva sociedad. Nuevas metas. Igualdad. Nuevas aspiraciones. Felicidad. Nuevas sensaciones. Bienestar.

Hay que doler de la vida hasta creer.

Tiene que llover

Tiene que llover

Tiene que llover

Tiene que llover a cántaros

Tiene que llover

Tiene que llover

Tiene que llover

Tiene que llover a cántaros

***

A cántaros

    Esta cacnión de Pablo Guerrero era una de las pocas que cantaba acompañándome de la guitarra.

miércoles, 1 de octubre de 2025

Catedral de Amiens

I


Entre los relucientes

edificios de acero y de cristal,

sobre las pizarras y chimeneas,

sobre las copas de sauces y álamos,

más alta aún que el vuelo

de herrerillos, garzas y golondrinas,

que el alegre bullir mañanero,

al otro lado del Somme y la tarde,

oh tan frágil belleza de las rosas,

remonta el azul la flecha de Dios,

la columna sagrada

de la simetría y la perfección,

donde habita la luz

que todo lo penetra

y sobrevive al tiempo

más allá de la piedra.


lunes, 22 de septiembre de 2025

Gravitación universal


La manzana de Newton


Pesa el mundo.

Caen las hojas.

Caen las manzanas.

Caen horas y días.

Cae lo grave a la tierra.

Nueve coma ocho por segundo. 

***

14 agosto, Square des Bénédictins (Lyons-la-Forêt)


jueves, 18 de septiembre de 2025

Mitología y totalitarismo


Cuando Agamenón, uno de los protagonistas de La Ilíada, regresa a Micenas tras la toma y destrucción de Troya, no podía imaginar el destino que los dioses le habían trazado. Su esposa, Clitemnestra, se la tenía jurada ya de antiguo, desde que éste ofreciera en sacrificio a Ifigenia, para que le llegaran vientos favorables que lo llevaran pronto a Troya. Mientras él permanece diez años en el cerco de Troya, ella se abarragana con Egisto, un rufián hijo del incesto y un aprovechado proclive a la melancolía. Cuando los dos amantes supieron del regreso del héroe, prepararon un gran banquete en el transcurso del cual Agamenón fue asesinado. Unos dicen que a manos de ella, otros que de ambos; aquellos afirman que sola Clitemnestra fue la asesina y que tendió una red sobre su marido para que éste no pudiera defenderse; estos que no fue una red la que inutilizó al atrida sino unas ropas con las mangas cosidas. Fuere como fuere, Agamenón, rey de reyes, comandante en jefe de las fuerzas griegas contra Troya, murió de mala muerte.

Quedaban dos hijos del matrimonio, Electra, muchacha ya, y Orestes, un niño de apenas dos años, que corrieron distinta suerte. A Electra la convirtieron en esclava lavandera de la casa real, y al niño lo pusieron a buen recaudo; en unos libros leemos que con ayuda de su hermana lo trasladaron a casa de un conocido de confianza que lo crió y educó junto a su hijo; en otros que lo entregaron a unos guardias para que lo mataran, pero que los guardas se apiadaron de la criatura... Los hermanos no se verían en quince años. Alcanzada la edad viril, Orestes vuelve a Micenas y se da a conocer a Electra, que le calienta la sangre hasta que el joven acaba matando a Egisto y luego a Clitemnestra, su madre.

En apretada síntesis, ése es el mito, que ponía en juego el tema del adulterio, la muerte ridícula, antiheroica, del héroe, el derecho a la justa venganza, o la tortura que roe la conciencia del homicida a través de las temibles Erinias, capaces de llevar a un hombre a la locura. Con diferentes matices y variantes no esenciales trataron el mito los tres grandes dramaturgos de la Grecia antigua: Esquilo, Sófocles y Eurípides. Veinticinco siglos después Jean-Paul Sartre volvió sobre el tema con Las moscas, una pieza dramática estrenada en el Théâtre de la Cité de París el 2 de junio de 1943, dirigida por Charles Dullin.


La acción de Las moscas transcurre en Argos, durante la fiesta de los muertos, 15 años después del asesinato de Agamenón a manos de Clitemnestra y Egisto, coronado rey desde entonces. Los hechos son en esencia los que ya conocemos –regreso de Orestes y reconocimiento de los hermanos, muerte de Clitemnestra y Egisto, problemas de conciencia del homicida...–, pero la perspectiva y la interpretación del filósofo existencialista enriquecen notablemente el mito refiriéndolo además al mundo contemporáneo. La acción sucede en un espacio dramático hostil: sol rutilante, calor, aire espeso con miles de gruesas moscas que zumban todo el rato, casas cerradas, calles en silencio. Las moscas simbolizan los remordimientos de los habitantes de la ciudad, el sufrimiento moral por su pasividad ante la muerte de Agamenón, son la pútrida emanación de las conciencias, la prueba de la cobardía y de la aceptación del usurpador por parte de los argivos.

Ese pesar, ese continuo padecimiento del pueblo, que vive infeliz, encerrado en sus casas, que rehúye el contacto con los extranjeros, es consecuencia de la tiranía establecida por el poder político (Egisto, Clitemnestra) y por el poder religioso (Júpiter, el Gran Sacerdote), una tiranía sostenida por el engaño y por el miedo. La religión es una trola, una mentira descarada que se mantiene para que el pueblo no piense en sí mismo ni sea consciente del tinglado: «Hace mil años –confiesa Júpiter, dios de las moscas y de la muerte– que danzo ante los hombres. Una danza lenta y sombría. Es preciso que me miren: mientras tienen los ojos clavados en mí, olvidan mirar en sí mismos. Si yo me olvidara un solo instante, si los dejara apartar la mirada...»

El Gran Sacerdote, en connivencia con el Rey, predica la resignación de los ciudadanos, la aceptación de una culpa, de un pecado original inexistente –la culpabilidad por el silencio ante el asesinato de Agamenón–, que ha convertido sus vidas en un profundo pesar, en un continuo remordimiento que los tiene subyugados, dóciles al rey y al Gran Sacerdote.

La disyuntiva que Orestes plantea a los ciudadanos es seguir viviendo en la culpa y continuar en el redil, es decir, atemorizados, encerrados en sí mismos, como llevan quince años, o actuar, derrocar al tirano, deshacerse del gran sacerdote, liberarse de los remordimientos y emprender una nueva existencia.

Cuando a Orestes le vienen los problemas de conciencia tras la muerte de Egisto y Clitemnestra, es presionado por Júpiter para que vuelva al rebaño. «Vuelve –le insiste el dios–: soy el olvido, el reposo». Pero el joven héroe ha tomado ya su decisión: «no volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres».

Estamos en el centro de la filosofía sartriana: el individuo, el ejercicio de la libertad, la construcción de la existencia. El camino emprendido por Orestes puede ser seguido por todos los argivos, como temen Júpiter y Egisto: «Una vez que ha estallado la libertad en el alma de un hombre –afirma Júpiter–, los dioses ya no pueden nada contra ese hombre. Pues es un asunto de hombres, y a los otros hombres –sólo a ellos– les corresponde dejarlo correr o estrangularlo». El ejercicio de esa libertad puede ser contagioso –«Un hombre libre en una ciudad es como una oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi reino y arruinará mi obra. Dios todopoderoso, ¿qué esperas para fulminarlo?», le apura Egisto a Júpiter, sabiendo ambos ya que el héroe ha cortado amarras con dioses y reyes: «¿Qué me importa Júpiter? –se pregunta Orestes. La justicia es un asunto de hombres y no necesito que un dios me la enseñe. Es justo aplastarte, [Egisto], canalla inmundo, y arruinar tu imperio sobre las gentes de Argos; es justo restituirles el sentimiento de su dignidad».

Podríamos profundizar en la veta filosófica de la obra, matizar conceptos –individuo, existencia, libertad, ateísmo, angustia, fenomenología, náusea, ateísmo, responsabilidad, agnosticismo...–, citar autores y obras, argumentar, teorizar e instalarnos en el mundo de las ideas, llegar a la metafísica incluso, o podríamos quedarnos más acá, en este mundo nuestro y tratar de precisar lo que pudo significar en su tiempo la obra de Sartre.

Las moscas se estrenó en plena ocupación nazi de Francia. Para esa fecha, Sartre había vuelto a París después de nueve meses en el Stalag D 12, cercano a la ciudad alemana de Tréveris, no sabemos si fugado o liberado por las autoridades del campo.

Aplicando estas coordenadas históricas, no parece muy descabellado identificar ciertos elementos del mito clásico con las circunstancias reales en que se escribió y representó este drama sartriano. El pueblo argivo, que malvive sumido en la pesadumbre y en la soledad, aterrorizado por los discursos del gran sacerdote y del rey usurpador, con el reconcomio de su pasividad e incapaz de rebelarse, es la Francia ocupada por los nazis y la Francia colaboracionista de Vichy, donde abundan los llamados, precisamente, mouches (moscas), delatores de judíos, izquierdistas y miembros de la Resistencia, y las cartas anónimas de denuncia enviadas por los corbeaux (cuervos) a los despachos de la Gestapo. Una Francia que se sabe culpable de pasividad, de escurrir el bulto de la responsabilidad, de no hacer frente al nazismo ni al vergonzante armisticio de Pétain. No olvidemos, finalmente, la connivencia –su no condenar ni denunciar, su mirar hacia otro lado– de la Iglesia católica con el totalitarismo.

Triple lección la que nos ofrece Sarte en Las moscas. La pervivencia –la pertinencia– de los mitos antiguos, la mostración plástica, dramática, de principios y conceptos claves del existencialismo, y la conversión de un discurso teatral en una forma activa de resistencia, en una crítica a la tiranía y a la inacción de buena parte de la sociedad francesa ante la ocupación nazi.

miércoles, 23 de julio de 2025

sábado, 19 de julio de 2025

Ideologías y diccionarios

Me recomendaba ayer ME con entusiasmo el libro que va leyendo estos días, Hasta que empieza a brillar (2025), de Andrés Neuman, una biografía novelada de María Moliner, autora del magistral Diccionario de uso del español. Por mi parte, le conté cómo en la edición que tengo de ese diccionario, la reimpresión de 1983, la entrada “falange” aparece tachada con una equis, porque la primera vez que la consulté me pareció necesitada de revisión y nueva redacción.

En efecto, además de referirse a la formación en filas compactas de los soldados de infantería en la antigua Grecia; a una agrupación de personas, armadas o no, que se reúnen con determinados fines, y a los huesos de manos y pies (falange, falangina, falangeta), María Moliner dedicó unas líneas a la retahíla Falange Española Tradicionalista y de las JONS, destacada en versalitas, incurriendo en lo que hoy nos parece uso injustificado de la palabra criptograma (texto escrito en clave), en lugar de sigla o acrónimo; aclara también entre paréntesis que la lectura de JONS es “Juventudes Obreras Nacional-Sindicalistas”, comprobándose aquí una lectura inusual, cuando la más comúnmente admitida es “Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista”, organización política fascista, creada por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma, fusionada con Falange Española Tradicionalista en febrero de 1934. Suponemos que en esa lectura de “Juventudes Obreras” en lugar de “Juntas de Ofensiva” pudo influir el modismo “Frente de Juventudes”, más que usado y requeteusado para nombrar la sección juvenil de Falange en los años 40, encargada de reclutar y adoctrinar a margaritas, flechas y pelayos en los principios del Movimiento Nacional.

Pero no es la precisión léxica –criptograma por sigla, juventudes obreras por juntas de ofensiva, o la abreviación de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista en un simple “la Falange” o “Falange Española”– la que más nos interesa ahora, sino la ideológica. Durante cinco líneas, el diccionario de uso se convierte en diccionario enciclopédico y la autora sintetiza la historia del partido único: «Agrupación fundada por José Antonio Primo de Rivera con un ideario basado en el del fascismo italiano, la cual dio el tono político al levantamiento militar con que se inició la última guerra civil española y sigue siendo el soporte del actual régimen español».

Cuando taché la entrada con aquella equis a bolígrafo corrían como mínimo los años 1983, 1984. Para entonces, el PSOE se había impuesto en las elecciones autonómicas andaluzas de mayo y en las generales de octubre de 1982. Tras la Operación Galaxia y la intentona del 23 de febrero, seguía oyéndose ruido de sables en los cuarteles y menudeaban las provocaciones de la extrema derecha (organizaciones de excombatientes, falangistas, militares recalcitrantes). Debió de ser en un momento de euforia y esperanza democrática, con 26 o 27 años, ya profesor, con mucho camino por delante, con la arrogancia y el optimismo de la juventud: lo mismo que había comenzado para mí una nueva etapa vital –trabajo, independencia económica, amores, viajes, amistades–, el país se había adentrado en una nueva etapa histórica, en un proceso político que pasaba por defender la democracia, deshacerse del lastre franquista, ofrecer esperanza y perspectivas de bienestar y felicidad a los españoles. El país tenía nueva Constitución. Era el momento. Por eso tracé la equis. Ya estaba bien de franquismo, de camisas azules y de principios del Movimiento, de contubernios judeo-masónicos y de hordas marxistas vendidas al oro de Moscú. Que me perdone doña María, pero me salió del alma cruzar aquellas dos líneas.

Ahora que han pasado más de cuarenta años entiendo de otra manera aquel breve explayarse, aquel decir sintético, valiente y certero, que declaraba la naturaleza totalitaria y violenta del falangismo (la dialéctica de las pistolas) que sustentó ideológicamente el golpe militar del 18 de julio, que provocó la guerra civil –oh, el dramatismo de ese adjetivo, “la última guerra civil”, como si el destino de los españoles fuesen las banderías antagónicas, el enfrentarse a muerte, el cainismo, la lucha a garrotazos–, la muerte de miles y miles de compatriotas y la instauración de una dictadura represiva, encabezada por un caudillo cuya autoridad emanaba de Dios.

Mucho decía María Moliner en aquellas cinco líneas, pero bastante más sugería. La entrada sobre FET y de las JONS aparecida en la primera edición de su diccionario de uso, publicado entre 1966 y 1967, adelantaba limpiamente por la izquierda la tardía acepción de «falange» dictada por los señores académicos, que a fuer de objetividad y para no meterse en camisa de once varas, cayeron en la parquedad más evidente: «Movimiento político y social iniciado por José Antonio Primo de Rivera en 1933». Esto podía leerse en las tres ediciones del diccionario de la RAE (1970, 1984 y 1989), no ya en la de 1992, en la que desaparece toda referencia al partido político fascista.



Algo parecido ocurre con otra palabra clave en la historia de nuestro país. En el DRAE de 1914, y hasta la edición de 1927, el término «república», entre otras acepciones, se define como «Estado político que se gobierna sin monarca». No anduvieron finos los académicos de la lengua: ¿Estado político? ¿Es que hay estados que no son políticos? La definición de república parece hecha mirando más a la monarquía que a la república. Si no gobierna un monarca, ¿quién lo hará? ¿Un tirano? ¿Un déspota? ¿Un dictador? ¿Un sátrapa? ¿Un consejo de sabios? ¿Designados por quién?

Para dejar claros algunos aspectos, el DRAE de 1936, imbuido de modernidad y revolución política, establece que una república es una «Forma de gobierno representativo en que el poder reside en el pueblo, personificado éste por un jefe supremo llamado presidente». Ya hemos avanzado bastante –en lugar de un monarca cuyo poder es heredado de sus mayores con la aquiescencia del mismísimo Dios, y que gobierna vitaliciamente sobre vasallos o súbditos– encontramos ahora un pueblo soberano que con su voto elige a su presidente, la máxima autoridad temporal del Estado. Esta acepción del vocablo «república» se mantiene en los diccionarios académicos hasta 1992.

Acabada la guerra, María Moliner fue depurada junto a su marido por su compromiso con la República, por su colaboración en las Misiones Pedagógicas y por la puesta en marcha del Plan Nacional de Bibliotecas Rurales. En su definición de «república», coincide básicamente con los diccionarios académicos: «Forma de gobierno en que el poder supremo (la lexicógrafa parece estar pensando en una república presidencialista) es ejercido por un magistrado (no un togado o juez, sino un representante político), llamado presidente de la república, elegido por los ciudadanos». Insisto en la fecha, 1966, al dictador, caudillo por la gracia de Dios, le quedan años de mandato. María Moliner recurre al nominalismo, presidente de la república –muy lejos de caudillo y de generalísimo, y en la naturaleza democrática de su autoridad. Franco no entraba en esa definición. De nuevo se sugiere mucho más de lo que se dice. A mediados de los sesenta, y a pesar de la supervivencia de un amplio estrato falangista y de extrema derecha en las instituciones del país, muchos españoles tienen todavía en mente el concepto y el recuerdo republicano. La palabra «república» estaba proscrita en el lenguaje del Régimen, pero sobrevivió en el diccionario...


lunes, 14 de julio de 2025

Tres sellos austriacos

 *

«El hombre moderno nace en la clínica y muere en el hospital: ¿debe vivir también como en una clínica?» (I, 22).

**

«La humanidad produce biblias y armas, tuberculosis y tuberculina. Es democrática con reyes y nobleza; construye iglesias y contra ellas nuevas universidades; transforma los conventos en cuarteles, pero los dota de capellanes castrenses… Ésta es la conocida cuestión de las contradicciones, inconsecuencias e imperfección de la vida» (I, 29).

***

«Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño» (I, 42).


Robert Musil, El hombre sin atributos. Seix Barral - Austral, 2021.

viernes, 11 de julio de 2025

Nuevo día

Vuela el alba en silencio sobre los campos de julio.

A las afueras del pueblo poco a poco se despliegan los colores y van ocupando su lugar. Como todos los días. Con sus matices. Oro en los pastos secos, en la mies segada, en el grano de las espigas inclinadas a la tierra.

Los azules vuelan arriba, muy arriba, donde merodea el milano y planean las cigüeñas, y a lo lejos, hacia donde los montes se perfilan en sierra. 

Qué hermosura. Qué magnífica vista.

No faltan las pinceladas en primer plano, en las cunetas, de las flores amarillas del gordolobo. Ni los verdes secos de la retama y los chaparros solitarios en medio de barbechos y eriales.

En mi caminata matutina descubro perspectivas desde las que no se ve más que campo. Panoramas que podrían verse doscientos o trescientos años atrás. Esto es lo que verían unos ojos del XVIII, me digo. O cervantinos, si me apuráis.

La mirada crea el paisaje. No hay paisaje sin emoción. Sin memoria.

Huele a hinojo. A huerta recién regada. A verano de la infancia.

Siento la respiración serena del nuevo día.

Y colmado de luz vuelvo a casa.


viernes, 4 de julio de 2025

Tolerada menores

 A Andrés Carpio y Pablo Pozo Novoa

No sé si en otras ciudades podían comprar los niños en los quioscos aquellos visores de plástico en forma de pirámide truncada de base rectangular, en los que se metía en la ranura de la parte más ancha un fotograma que aumentaba apenas de tamaño cuando lo mirabas por la abertura circular de la parte más estrecha y lo enfocabas a la luz. Un aparato óptico primitivo, una ingenua cámara oscura que sólo permitía ver imágenes fijas, pariente pobre de aquellos proyectores de juguete, fabricados en latón pintado de verde, con sus rollos de película y su manivela para hacer avanzar manualmente la película.

En Córdoba no los vendían en todos los quioscos. Yo los compraba en el que había junto a la iglesia del Campo de la Verdad. ¡Oh, aquellos quioscos de madera y cristal! ¡Aquellos posteriores de chapa pintada de gris! Pequeños reductos donde apenas veías el busto del hombre, paraísos de las chucherías –chicles bazooka, mistos, cangrejos de río, paloduz, cordoncillo plástico de colores para trenzar, pipas y salaíllos, anises, chupachups, monedas de chocolate en vueltas en papel de oro y papel de plata, garbanzos tostados, algarrobas, cucuruchos de trufas...–, diminutos alcázares de las delicias infantiles, admirables bazares donde comprar de todo: cigarrillos sueltos, tabaco de contrabando, piedras de mechero, cerillas, caramelos, silbatos, lupas de plástico, gafas de juguete...

Y visores de fotogramas. No recuerdo cómo los llamábamos –¿filminas?–, ni cuánto costaban. Si tenías el visor, podías comprarlos sueltos. Lo normal eran fotogramas de películas desconocidas, aunque de vez en cuando, sospechosamente, eran recortes de películas que habíamos visto en los cines del barrio (Cine Séneca en invierno; Campo de Deportes en verano). Con aquellos aparatos improvisábamos diálogos, inventábamos escenas y hasta simulábamos la música con tachanes y tarareos. Bastaba enfocar el visor a la luz y empezar a contar lo que veías y lo que imaginabas.

Aquellos trocitos de acetato, aunque mal simulacro de cine, nos consolaban especialmente en verano, cuando no teníamos una moneda de diez reales –¡Oh, tempora, contábamos en reales!– para una entrada de gradas en el Campo de Deportes. Eran una manera de seguir con las aventuras de Maciste, con los ataques sioux a las caravanas de colonos, con los desastres del Gordo y el Flaco, con el endiablado hablar de Cantinflas, con las lianas y los gritos de Tarzán, con el florete justiciero y la marca del Zorro, con la armadura y los mandobles del caballero Ivanhoe. Imitábamos los andares de Chaplin, la voz gutural del pato Donald, toda clase de impactos y efectos sonoros, nos batíamos en duelo con espadas imaginarias, lloriqueábamos mientras nos rascábamos la cabeza como Stan Laurel y andábamos a zancadas como Groucho Marx.

Ni electrodos, ni arco voltaico, ni lentes que proyectaran la imagen en pantalla. La sola y única chispa de aquellos visores de plástico era nuestra imaginación, nuestra capacidad para seguir disfrutando con el cine, con el juego, para instalarnos con una sola imagen en un mundo fantástico y aventurero donde nosotros éramos los héroes.

Cheyennes, sioux, seminolas, apaches, pies negros, mohicanos, cherokees, navajos, comanchesUna película de Burt Lancaster sobre el comercio de coco (la copra) en las islas de los Mares del Sur. Todas las películas de Tarzán-Weissmüller. La conquista del Oeste, los miles de chinos que trabajaron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos. La invasión de los bárbaros del Norte, la decadencia del Imperio Romano, las Cruzadas a Tierra Santa. Los desiertos con espejismos, las selvas, la sabana, las costas caribeñas, los fondos submarinos. Enterrar y desenterrar el hacha de guerra, el soplo de Manitú, la pipa de la paz (calumet) en la tienda (tipi) con los viejos de la tribu, los zapatos kiowas. Piratas y corsarios. El Sí, bwana en las películas de safaris a la caza del gran simba. Los cuatreros por los que se ofrece recompensa (reward). La amura de babor, el trinquete, la cangreja, barlovento. El SPQR en los estandartes de las legiones romanas y el Ave, Caesar, morituri te salutant en la arena de los circos. El Jao, gran jefe blanco de los nativos norteamericanos. El tener algo más trampas que una película de Fu Manchú… El cine era una segunda escuela, un espacio de aprendizaje, un libro vivo en el que aprendíamos palabras y expresiones en otras lenguas, y con el que nos iban embutiendo unas visiones maniqueas y falseadoras de la realidad, de la historia de Estados Unidos, de Europa y de las potencias coloniales en América, África y Asia, una interpretación espuria sobre los orígenes de las guerras civiles y las guerras de religión, sobre los grandes procesos migratorios, el esclavismo y las injusticias sociales, sobre el saqueo de los recursos naturales, la inmoralidad de los poderosos, la persecución y el genocidio, el recurso acostumbrado a la violencia.

Fotograma a fotograma Hollywood iba contando su historia, su versión adulterada e interesada, su obsesión capitalista y supremacista. Exactamente como Donald Trump en este día de exaltación patriótica de 2025.


lunes, 30 de junio de 2025

Nómadas

 Desde los siete a los dieciséis, no viví más de dos años seguidos en el mismo lugar. Once traslados, según consta en el expediente de mi padre, que solicitaba el regreso a la capital el mismo día que llegaba a un nuevo destino, en la provincia o fuera de ella. Entre pueblo y pueblo, unos meses, nunca más de año y medio, en Córdoba, en la calle Altillo.

Así me crié. Entre mudanza y mudanza. Así tuve que aprender a despedirme de mis amigos. A tragarme las lágrimas. A soportar la incertidumbre, el salto al vacío de ser el nuevo en el cuartel, en la escuela, en tu propia casa, a la que llamábamos pabellón. Yo era un muchacho de los pabellones. Hijo de guardia civil. Alguien sin raíces.

Ese trajín e inestabilidad repercutía en mi forma de hablar, en mi vocabulario, o en sus carencias, cuando llegaba a un lugar nuevo, incluso cuando regresaba a Córdoba después de un tiempo fuera, de manera que de una aldea seseante y con fuertes aspiraciones de origen arábigo (Fuentejama por Fuente Alhama, garbansos), pasaba a la Córdoba con un sesear distinto y de abierto vocalismo (¿Vamos al sinε muy cerca de sina esta noche?, decía mi vecino Antoñín), para llegar al ceceo de Huelva (zartén) o a Los Pedroches, donde se distinguía entre casa y caza, todo lo cual se traducía en titubeos sonrojantes a veces como censiyez, paciensia, ceresa, nesecidad o zusezo… A esta inseguridad articulatoria había que añadir la variación léxica, las distintas o nuevas palabras para llamar a las cosas (pleita, jáquima, alcancía), a las comidas (mojete, mostachos, turrolate, allozas), a los juegos (tala, zumillo, látigo, Sevilla eléctrica), a las chucherías (sara, trasto, regaliz) en un sitio u otro.

Iba también de añadidura al lingüístico el desarraigo paisajístico. Según cumplía años de errancia civilera iba sintiendo que no tenía un paisaje que pudiera llamar mío –La Sierra del Alcaide, con sus víboras y sus cuevas para las brujas, con sus almendros en flor y sus olivares en pendiente, con el frío y los sabañones. El corazón salvaje de Sierra Morena en el poblado de la presa del Bembézar. Los bosques de eucaliptos a orillas del Odiel. La dehesa extrema de Los Pedroches. La vista de la sierra de Córdoba desde el pabellón de la calle Altillo–; iba comprobando que no había un único paisaje que pudiera identificar con mi infancia, con mi adolescencia. Y fabulaba que de mayor no tendría un sitio al que volver, un sitio donde ser enterrado junto a los míos. Porque los míos andaban ya desperdigados, lejos de sus raíces –Cuenca, Murcia, La Mancha, Córdoba–, vagando de puesto en puesto, guardia civil caminera, con la familia a cuestas.

No veía el niño o el adolescente que eras entonces ventaja alguna en aquella alternancia y diversidad, en aquella continua provisionalidad, en aquel nomadismo funcionarial de tu padre, en aquel andar de continuo preparando embalajes, viendo las sucesivas casas –pabellones– manteladas y desmanteladas, armando y desarmando camas, mesas, armarios, grapando cables de la luz, montando y desmontando portalámparas, taladrando tabiques, adjudicando habitaciones, colgando y descolgando el crucifijo, las repisas de cristal y el espejo del aseo, enroscando y desenroscando cáncamos para los visillos de las ventanas, seleccionando ropas y zapatos, juguetes, que no subirían al camión de la mudanza, las mantas envolviendo el espejo de la coqueta, protegiendo de roces el tablero de la mesa del comedor o las puertas acristaladas del aparador, el camión en la puerta o en el patio del cuartel, con un coro de niños y mayores curiosos, como si llegara el circo o los feriantes, y tú entrando y saliendo, llevando bultos, cansado, con hambre, con vergüenza delante de todos aquellos desconocidos.

La mudanza era un trastorno completo para la familia. Desde que mi padre anunciaba su nuevo destino hasta que salíamos del lugar en el camión o en un taxi, todos entrábamos en un periodo de excitación, mezcla de incertidumbre y de nostalgia por lo que íbamos a dejar atrás. Yo acompañaba a mi padre a las carpinterías y almacenes en busca de tablas y listones para los embalajes y le ayudaba a desclavar las cajas de tabaco que nos daban en los estancos, que entonces eran de madera y muy pesadas. También me encargaba de recoger las herramientas y alargárselas a mi padre cuando estaba subido a una escalera o de rodillas en el suelo desmontando un enchufe. Mi madre y mi hermana comenzaban primero con la vajilla del aparador, que no se usaba a diario, luego con la ropa y con el menaje de la cocina. Los días previos a la mudanza la casa era un laberinto de cajas, maletas, muebles desmontados cubiertos con mantas y colchas, atados con cuerdas, cajones vacíos, paquetes y bultos de ropa. La noche anterior al traslado, recogidos ya todos los enseres, excepto cuatro platos y una sartén donde mi madre freía unos huevos y unas tajadas de carne o de chorizo, la última cena a la luz pelada de una bombilla y dormir sobre los colchones en el suelo.

Al principio, cuando más pequeños, a mi hermana y a mí nos divertía aquel trajinar, aquel dédalo de bultos y de muebles, aquella curiosidad que despertaba en los demás la llegada o la partida del camión de la mudanza, pero según íbamos cumpliendo años y disfrutando el tener amigos de los que nos teníamos que separar, las mudanzas nos ensombrecían el ánimo.


miércoles, 25 de junio de 2025

La flor del trujimán

La Trifolia triloquens habita las oquedades de las paredes interiores de los pozos y florece cada tres años en lo más crudo del invierno. Su uso está documentado por el copista anónimo de un pequeño cenobio visigodo del siglo VII ubicado en la Sierra de Mogábar: Flos eloquentiae in convento Mogabar a librariis usus est.

A comienzos del siglo IX, en su tractatus sobre las hierbas y plantas de Fash-el-Ballut, Anselmo El Herbolario nos ofrece la receta –1/2 libra de romero en polvo; 1 onza de raíz de chicoria; ½ cuartillo de aguardiente de retama; 1 dedal de aceite de almendras dulces; ½ dracma de enebro; y tres flores secas pulverizadas de Trifolia loquens; todo en un cocimiento con 1 cuartillo de vino blanco– utilizada por los bibliotecarios del convento Mogábar, que proporcionaba durante un ciclo lunar el don de lenguas en hebreo, arameo y griego, tiempo que aprovechaban para pasar al latín textos de viejos pergaminos de asunto vario.


miércoles, 18 de junio de 2025

Pleitos tengas... (2)

Volvamos a septiembre de 1940. Al momento en que Max Brod y Salman Schocken llegan a un acuerdo para que el legado K permanezca durante un tiempo en una caja de seguridad de la biblioteca de Schocken en Jerusalén. Según declara y firma el editor y bibliómano en nota manuscrita, de esa caja hay una sola llave, que Brod guardará en su piso de la calle Hayerdeen.

Pero Schocken miente. Su editorial –Schocken Books– tiene los derechos mundiales sobre las obras de Kafka desde 1934, cómo no echar un vistazo a los manuscritos –¿Habrá una obra maestra inédita?–, y sucumbe a la tentación. Tiene otra llave de la caja de seguridad y va haciendo copia de todo el material. Brod, confiado en la palabra de su compatriota, no descubrirá la trapaza hasta diez años más tarde, con el agravante de que al pedirle a Schocken el material, éste fue dándole largas y dilatando la entrega. Pormenorizando los detalles de esta traición bibliófila, escribió Brod una carta a una de las herederas de Franz Kafka con la que mantenía contacto epistolar, Marianne Steiner, hija de Valerie, la hermana mediana del escritor.

Un año después, Brod escribe de nuevo a Marianne Steiner: ante un empleado de Schocken, ha abierto la caja de seguridad y comprobado que no falta material y que éste se conserva en buen estado. La fecha de esta carta, 2 de abril de 1952, es la misma del documento en que Brod ratifica la donación de su legado y del legado KB a Esther Hoffe. ¿Casualidad? ¿O prevención del escarmentado Max Brod?

Pasan los años y los legados cambian de lugar. Otoño de 1956: nueva crisis bélica en Israel. Brod y Schocken viajan a Zúrich y depositan los manuscritos en cuatro cajas de seguridad –2690, 6222, 6577 y 6588– de la Corporación Bancaria Suiza, hoy UBS. En una de ellas se guarda el legado K, en otra –la 6577– el legado KB; en las dos cajas restantes, el legado B.

Llegados a 1961, nuevas turbulencias kafkianas: Max Brod dicta testamento y designa a Esther Hoffe heredera universal de todos sus bienes y albacea de su legado, indicando así mismo el derecho que asiste a las hijas de ésta, Eva y Ruth, de recibir su parte correspondiente. También introduce un elemento contradictorio y confuso al manifestar su voluntad de que el legado KB y el legado B sean cedidos «a la Biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, a la Biblioteca Municipal de Tel Aviv o a cualquier otro archivo público en Israel o en el extranjero, en caso de que no estén ya bajo la tutela de una o varias de dichas instituciones, a no ser que la señora Ilse Esther Hoffe haya dispuesto de ellos de otra forma durante su vida». Por un lado, dispone que los documentos se entreguen a un archivo público, en Israel o en el extranjero. Por otro, deja abierta la posibilidad de que Esther Hoffe encuentre otro destino a los manuscritos.

Mientras tanto, en Londres ya se han conocido Marianne Steiner y el especialista en Literatura Alemana, Malcolm Pasley, y tras una apelación, las cuatro sobrinas han logrado que Schocken devuelva el legado temporalmente custodiado en su biblioteca y luego en la caja de seguridad de un banco. Finalmente, Pasley traslada en su vehículo particular el legado K desde Zúrich hasta la Bodleian Library de Oxford. En esa situación –el legado K en Oxford, y los legados KB y B repartidos entre cajas de seguridad en Zúrich y en el apartamento de la calle Hayardeen, de Tel Aviv– se llega a 1968.

Desde finales de la década del 50, Max Brod mantiene relación, de padrinazgo literario, con la poeta judía de origen bohemio Netti Boleslav, que llegó a Haifa en la primavera de 1939. En los años 50, Netti Boleslav comenzó a escribir poesía, pero lo hacía en alemán, «la lengua perpetradora», repudiada por la política de hebraización dominante en Israel. Rechazada por la Asociación de Escritores de Israel, Netti Boleslav recurrió a Brod, que la ayudó y promovió, poniéndola en contacto con editoriales alemanas. Uno de sus hijos, Daniel Cohen-Sagy, escribe en el diario Haaretz: «Desde finales de la década de 1950 hasta 1968, una vez a la semana, mi madre, la poeta Netti Boleslav, se dirigía en autobús al número 16 de la calle Hayardeen, en Tel Aviv», donde conversaba sobre poesía y literatura con Brod en su despacho, mientras Esther Hoffe, en la habitación de al lado, no perdía ripio de la conversación. Pese a la vigilancia de Hoffe, en alguna ocasión la poeta y Brod pudieron encontrarse en un café. Éste le hablaba de la amistad íntima con Franz Kafka, y le confesaba algunas reservas sobre su amigo, a quien se había consagrado olvidando en parte su propia carrera de escritor.

El traer aquí la relación con la poeta Netti Boleslav responde a que los recuerdos de su hijo ponen el foco en el exceso de celo que mostraba Esther Hoffe cuando alguien entraba en el despacho de Max Brod, donde éste guardaba parte de los originales de los legados KB y B, que había sacado de Zúrich. No es éste el único testimonio del rigor y el recelo de la secretaria –obsesiva, fanática, codiciosa–, que ganó fama de estricta guardiana, como recuerda Willy Haas. Y aunque permitió que consultaran los papeles algunos investigadores –Malcolm Pasley, para su edición crítica de El proceso; los archiveros Margarita Pazi y Paul Raabe, para confeccionar un inventario; Joachim Unseld, que copió algunas cartas de Max Brod–, lo cierto es que se convirtió en la única persona con acceso total a los manuscritos, lo cual era peligroso por la posibilidad, nada infundada, de que los papeles acabaran vendiéndose en subastas o en ventas privadas y dispersándose.

El 20 de diciembre de 1968, acompañado en el Hospital Beilinson por Esther y Eva Hoffe, muere Max Brod. A su entierro en el cementerio Trumpeldor apenas asistió gente. Ese día marca un hito en la historia –rocambolesca– de la conservación, transmisión y tráfico de los papeles kafkianos.

En 1969, el Tribunal de Distrito da el visto bueno al testamento de Max Brod y ratifica a Esther Hoffe como albacea de los bienes de Brod: seis cajas de seguridad en Tel Aviv, cuatro en Zúrich, y una parte indeterminada que queda en el apartamento de las Hoffe en la calle Spinoza. Una vez en posesión de los legados KB y B, Esther los dona a sus hijas: «Los borradores, las cartas y los dibujos de Kafka que me fueron donados por Max Brod los cedí a mis hijas en porciones iguales. Los libros de Kafka de la biblioteca de Brod permanecen en posesión de mis dos hijas. Cada una de mis hijas y mis nietas tienen derecho a recibir 40 cartas del legado de Brod”. A pesar de estas disposiciones, Hoffe se reservaba el derecho a publicar o vender documentos del legado, que fueron apareciendo en el mercado tras la muerte de Brod: cartas de Kafka a los amigos y la familia, originales de relatos cortos, dibujos.

El Estado de Israel había comenzado en 1973 un litigio por la posesión del legado, solicitando del Tribunal de Distrito de Tel Aviv que impidiera a Esther Hoffe la venta de los manuscritos de Kafka. La petición del Estado fue rechazada por sentencia del 13 de enero de 1974, que reconoce el derecho de Ilse Esther Hoffe sobre el patrimonio de Brod y le permitía «hacer con su herencia lo que quisiera durante su vida».

Comienza así un pleito que se alarga hasta el año 2019 y en el que se dirimen los conceptos de propiedad (facultad de poseer algo y disponer de ello dentro de unos límites) y de pertenencia (inclusión en un grupo, institución, comunidad). ¿Era Max Brod el dueño legítimo del legado Kafka-Brod, o tendría que haberlo entregado a la familia, a las cuatro sobrinas herederas de Franz Kafka? ¿Eran legítimos de toda ley el testamento y las donaciones de Max Brod en favor de Esther Hoffe y de sus hijas? ¿Eran Ruth y Eva Hoffe legítimas herederas de los legados K y KB? Por otro lado, ¿en qué literatura encuadramos a Franz Kafka? ¿En la alemana? ¿En la checa? ¿En la israelí?


martes, 17 de junio de 2025

Kafka: el azar y Rocambole

 Cualquiera que se acerque a la vida y la obra de Franz Kafka, pronto comprenderá los tres matices que alimentan semánticamente el adjetivo «kafkiano». No tiene el mismo significado en la frase «la obra kafkiana está escrita en alemán», que en «es un cuento muy kafkiano», o que en «el sistema judicial kafkiano». En el primer caso, el adjetivo se refiere a un texto perteneciente a Franz Kafka; en el segundo se infiere que la obra de alguien que no es Franz Kafka se parece a lo escrito por el autor checo; en el tercer caso, «lo kafkiano» remite a un sistema o institución compleja, intrincada, con su dosis de absurdo, que provoca una sensación de angustia.

En mis lecturas preparatorias para esta miscelánea que es El pisapapeles de Karlsbad he encontrado más de una vez, sobre todo en reportajes, crónicas periodísticas y entradas de blog, la palabra en cuestión, –kafkiano / kafkiana– para referirse al largo y azaroso proceso de conservación y transmisión de los manuscritos kafkianos.

Después de viajar en la maleta de Brod desde Praga hasta Tel Aviv, de pasar unos años en el archivo privado de Salman Schocken en Jerusalén y luego en la caja de seguridad de un banco de Zúrich, el manuscrito de El proceso acabó en la casa de subastas Shoteby’s, de Londres, uno de cuyos empleados viajó con el manuscrito guardado en una bolsa de compras desde Londres a Nueva York, Tokio, Hong Kong y de vuelta a Londres.

Las cartas de Kafka a Milena Jesenská, escritas entre abril de 1920 y el verano de 1923, fueron entregadas por ésta a su amigo Willy Haas en la primavera de 1939, poco antes de la ocupación nazi de Praga. Antes de huir de la ciudad, Haas entregó el paquete de cartas a unos parientes. Apresada por la Gestapo, Milena Jesenská murió el 17 de mayo de 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. Willy Haas pudo regresar a Praga en 1945, una vez terminada la guerra, recuperó las cartas y las publicó en 1952.

Las cartas a Felice Bauer viajaron con ella desde Berlín a Estados Unidos. En 1956, Bauer las vendió a Schocken Books por 8.000 dólares. Las cartas se fotocopiaron y microfilmaron, pero sin identificar las cartas con los sobres, que fueron vendidos aparte. Posteriormente, el lote fue subastado en Shoteby’s en 1987 por 605.000 dólares a un comprador anónimo europeo que hizo la puja por teléfono.

En la actualidad, hay originales de Kafka en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach (Alemania), en la Bodleian Library de Oxford (Reino Unido), en el Museo Franz Kafka de Praga (República Checa), en la Biblioteca Nacional de Tel Aviv (Israel), y en paradero desconocido.

Creo que al recorrido de la mayoría de los manuscritos reunidos por Max Brod en el verano de 1924, tras la muerte de Kafka, y desperdigados ahora, le cuadra mejor el adjetivo «azaroso», hijo del azar y de la casualidad, aunque a uno se le viene el raro y peregrino polisílabo culto «vicisitudinario», que a través de su sustantivo lo transporta a un cine de verano de su infancia, quizás en Gibraleón, a la película de Jean Paul Belmondo y Ursula Andress en que descubrió aquella palabra que hilaba una tras otra adversidades e infortunios del protagonista, Las tribulaciones de un chino en China (la negrita es mía).


La historia de los manuscritos kafkianos no es kafkiana, no provoca angustia ni desazón existencial, sino vivo interés y curiosidad, y admiración por las personas que de una manera u otra han contribuido a conservar y transmitir el legado del autor de La metamorfosis. Despiertan también estas historias al detective que uno lleva dentro, que va encontrando hilos aquí y allá, alegrándose cuando casan, sorprendiéndose ante inesperados giros y descubrimientos, o asumiendo la pérdida irremediable de otros. Peripecias librescas al fin, andanzas y correrías literarias que convierten estos manuscritos kafkianos en auténticos personajes capaces de alimentar las más nobles pasiones, como también las más descaradas mentiras y deslealtades.

Ensartadas, en extraordinaria sucesión, inverosímiles a veces, estas historias más que kafkianas son rocambolescas, nos atrapan en su intriga como aquellas películas francesas de nuestra infancia en el cine de verano, quizá en Gibraleón, quizá ya en Córdoba, con aquel Rocambole de guante blanco que salía triunfante de las situaciones más difíciles. Así los manuscritos y originales de kafkianos, que no han dejado de llegar a nosotros desde aquel lejano 1924, en que la hermosa traición de un amigo impidió su quema y desaparición.


lunes, 9 de junio de 2025

Pleitos tengas...


Página manuscrita de El proceso

 Cuando Max Brod se establece en Israel, la publicación de los escritos inéditos de Kafka está ya muy avanzada: se han editado prácticamente todos sus textos narrativos y una selección de sus diarios y cartas; sólo quedan por aparecer distintas colecciones completas de cartas –a Max Brod, a Felice Bauer, a Grete Bloch, a Milena Jesenská, a sus editores, a sus padres, a su hermana Ottla–, que lo irán haciendo a partir de 1952. El grueso del trabajo como editor de Franz Kafka está cumplido, así que en adelante se dedicará sobre todo a la revisión, ordenación y preparación para la imprenta de su propia obra en el tiempo que le deje su trabajo como asesor del teatro Habima y las conferencias dentro y fuera de Israel.

Recordemos y dejemos claro para de aquí en adelante que la famosa maleta viajera de Brod contenía tres lotes distintos de material: el legado perteneciente a la familia, a las cuatro sobrinas de Kafka supervivientes del holocausto (en adelante legado K); el integrado por manuscritos regalados por Kafka a Max Brod (KB), y el legado de originales, borradores y partituras del propio Brod (B).

Precisemos también que no todo el material acabó depositado en el mismo lugar. Preocupado por la seguridad y las condiciones materiales de conservación, Brod escribió el 5 de mayo de 1940 a Gotthold Weil, director de la Biblioteca Nacional, perteneciente a la Universidad Hebrea de Jerusalén: «¿Sería posible que me guardase usted una maleta de mi propiedad que contiene importantísimos manuscritos? En ella está el legado de Franz Kafka, mis composiciones musicales y mis diarios aún sin publicar […] Me gustaría que usted los pusiera a salvo, si es posible que algo esté seguro hoy en día». Días de guerra aquellos, con el ejército nazi invadiendo Europa occidental. Días de inseguridad. Tenía razón Brod. Mientras negociaba el depósito de los manuscritos kafkianos en la Biblioteca Nacional, el 9 de septiembre la aviación italiana bombardea Tel Aviv y Brod recurre al editor y coleccionista Salman Schocken, en cuya biblioteca personal en la calle Balfour, de Jerusalén, deposita parte de su tesoro, el legado K, en una caja de seguridad a prueba de incendios, de la que solo existe una llave, lo tranquiliza Schocken.

El 4 de agosto de 1942, con 59 años, muere Elsa Taussig. A pesar de su delicada salud, era una mujer decidida –ella fue la que organizó la huida de Praga–, intelectualmente activa, miembro del Círculo de Praga y reputada traductora al alemán del ruso, francés, italiano, inglés y checo, aunque en los ambientes cultos de Praga fue su marido quien se llevó la gloria del reconocimiento. Tras la muerte de su esposa, el panorama de Brod se ensombreció. A la soledad de la viudez, y sin más familiares en Tel Aviv, se sumaba una cierta frustración por sentirse –y serlo– ninguneado, al tratarse de un escritor que se expresaba en alemán, lengua proscrita por el sionismo nacionalista. Por otro lado, añádase el aislamiento social que suponía en la vida cotidiana el desconocimiento de la lengua hebrea.

Fue precisamente en una escuela de hebreo donde Max Brod conoció a Otto Hoffe, antiguo gerente en Praga de una empresa de papelería y objetos de escritorio. Casado con Ilse Esther Reich, la pareja tenía dos hijas, Eva y Ruth, de ocho y cuatro años al llegar a Palestina. Los Hoffe enseguida acogieron a Brod como uno más de la familia: les leía cuentos en alemán a las niñas, las llevaba a los ensayos del teatro, tocaba el piano para ellas, que lo aceptaron como un segundo padre. Brod convenció a Esther Hoffe para que lo ayudara en la organización y transcripción de los manuscritos que conservaba en su casa y en las cajas de seguridad de la biblioteca de Salman Schocken. Cada mañana, durante 26 años, Esther Hoffe caminaba desde la calle Spinoza hasta el 16 de la calle Hayardeen, subía al piso de la tercera planta, donde disponía de una habitación que le servía de despacho y ayudaba a Brod, que consideraba a Esther Hoffe «mi socia creativa, mi crítica más despiadada, mi ayudante y aliada … un ángel al rescate». La mayoría de investigadores y periodistas dan por hecho que la relación entre Max Brod y Esther Hoffe fue más allá de la habitual entre jefe y secretaria, y que se convirtieron en amantes. Eva Hoffe recuerda al respecto: «Los tres eran más felices cuando estaban juntos […] Salían juntos, viajaban juntos al extranjero, y se apoyaban mucho. Eran un trío. Hay cosas así. Había amor entre mi madre y Max, entre mi padre y mi madre, y entre mi padre y Max […] Mis padres y Max tenían 60 años cuando llegaron a este país. Y aunque hubiera algo, ¿qué más da? No me interesan los tríos románticos. Todos vivían en paz juntos».

En esta larga historia de legados, a Esther Hoffe le tocó el papel de celosa guardiana que impidió durante años el acceso de los investigadores a los originales de Kafka y de Max Brod. Suponemos que si en su momento se hubieran conocido ciertos hechos, la opinión sobre ella no sería tan negativa. En 1945, quizá como pago por su trabajo, Max Brod donó a su secretaria algunos originales del legado Kafka-Brod. Esa donación la ratifica Brod dos años más tarde, el 12 de marzo de 1947, concretando que se trata de «cuatro carpetas de mis recuerdos de Kafka», que incluían también algunos dibujos; junto al documento de donación, una nota aclaraba: «Las cartas que Kafka me dedicó y que me pertenecían, son propiedad de la señora Hoffe».

Páginas manuscritas de Kafka

Transcurridos unos años más, en fecha 2 de abril de 1952, Brod escribe una carta donación a Esther Hoffe –«Querida Esther, en 1945 te regalé todos los manuscritos y cartas de Kafka en mi posesión»– en la que desglosa el material donado, que se encontraba en una caja de seguridad desde 1948: cartas de Kafka a Brod y Elsa Tausig; los manuscritos de El proceso, Descripción de una lucha, Preparativos para una boda en el campo; el mecanoscrito de Carta al padre, tres cuadernos con diarios de los viajes a París, el borrador del primer capítulo de una novela a cuatro manos, entre Brod y Kafka, titulada Richard y Samuel; el «Discurso sobre la lengua yidis», escrito en 1912 como presentación de una obra de teatro interpretada por su amigo, el actor Jizchak Löwy, un cuaderno con ejercicios de hebreo, aforismos sueltos y algunas fotografías. En un margen de la carta aparece la conformidad con la donación –«Por la presente acepto este obsequio»– y la firma de Esther Hoffe. Aclaraba también Brod, que la donación no era de carácter testamentario, efectiva tras su muerte, sino que se trataba de una donación en vida y de efecto inmediato. 

Pero ni Max Brod ni Esther Hoffe podían imaginar la que se avecinaba.

Esther Hoffe y Max Brod

sábado, 31 de mayo de 2025

Sublime sin interrupción

 

A Joaquín Arenas

De los amigos, Joaquín era el más disfrutón con la lectura. Solía descubrirnos libros y autores: sagas nórdicas, novelas del ciclo artúrico, Álvaro Cunqueiro, las Cartas desde mi molino, de Alphonse Daudet… Uno de ellos fue Las ninfas, de Francisco Umbral. Lo leí en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino. Un ejemplar en esa misma colección es el que buscaba el fin de semana pasado en el Rastro madrileño. No fue fácil encontrarlo. Se ve que Umbral no es autor revisitado por los lectores ni revisado por la crítica.

El ejemplar que compré por 1,95 euros tenía amarillento lo blanco de la cubierta y algo estropeados los bordes superiores; le faltaba un trocito en el lomo, justo donde iba impreso el dibujo del ancla y el delfín, y presentaba un doblez de por vida en una de las primeras hojas. Por lo demás, el libro tiene buen aspecto a sus 49 años, aseado, compacto, sin más heridas. Fue el único Umbral que vi en los puestos callejeros.

En febrero de 1976, cuando aparecieron las dos primeras ediciones de la novela, yo cumplía 20 años. Vivíamos aún en la calle Altillo, en el Campo de la Verdad. Llevaba el pelo largo, gafas de lágrima, pantalones vaqueros y camisas de cuadros. Así aparezco en algunas fotos borrosas de aquel cumpleaños junto a mis hermanas y Joaquín.

Todavía de luto el país, con Franco recién muerto. Gestándose ya la Transición. ETA. Los GRAPO. El Frente Polisario y la Marcha Verde. El Concorde. Pinochet en Chile. Los montoneros en Argentina. Bobby Fisher y Anatoli Karpov. Las canciones de Bob Dylan. El Born to run de Bruce Springsteen que me regaló Fátima. Las primeras películas de Woody Allen. El patio de Triana. Tiburón… Haciéndose uno. Adentrándose en su juventud. Aplicándome en los estudios de Filología. Enamorado y virgen. Escribiendo en secreto mis primeros poemas.

Las ninfas fue lo primero que leí de Umbral. Luego vendrían sus columnas periodísticas –Iba yo a comprar el pan, Spleen de Madrid, Los placeres y los días–, donde descubrí el adjetivo “convulso” y me lo apropié, porque así me sentía yo por aquellos días.

La novela cuenta en primera persona la adolescencia del protagonista en una pequeña ciudad castellana. Es un Bildungsroman, una novela de iniciación y aprendizaje en la que el narrador, Francisco, acaba comprobando que el conocimiento de la realidad conduce a la decepción, que las ilusiones suelen ser pompas de jabón. Umbral acaba ofreciéndonos también el retrato de una sociedad provinciana, regida por el aparentar, por una moralina estricta, clasista y cruel, reprimida y represiva, dominada a su vez por un clero obsesionado con el temor al pecado: “La religión –escribe el narrador– era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad. La religión presentaba siempre el peligro como pecado y el pecado como peligro» (57).

Podría ahora tender la novela en la mesa de disección, abrirla en canal, analizar el paso del tiempo –la adolescencia del protagonista–, encomiar la valía del autor en el retrato de personajes y en la descripción de ambientes, sistematizar los núcleos temáticos de la novela –familia, sexo, religión, bohemia, la ciudad, el oficio literario–; reflexionar sobre ciertas claves simbólicas del libro, como los trenes que pasan de largo o la habitación azul donde fraguan las ensoñaciones del protagonista; divagar sobre el dandismo –la sublimidad– de Baudelaire y del narrador, con sus guantes amarillos; extenderme en la larga noche de la posguerra del país o pormenorizar el lirismo del lenguaje, apuntar la eficacia de los adjetivos y la oportunidad de las comparaciones, pero se lo evitaré al lector. Lo invito simplemente a que busque esta novela y la lea.

Prefiero contestarme a la pregunta que yo mismo hace unos días me hice –¿por qué me gustó aquella novela de Umbral?–, y que me acabo de hacer después de releerla. Razones estrictamente literarias aparte, no negaré que envidiaba las experiencias eróticas del protagonista, pero sobre todo su valentía al romper con la familia, con la ciudad, con su novia, con sus amigos; su visión crítica de los curas y frailes que aparecían en la novela, su desdén por la sociedad “bienpensante”, el desapego por aquella ciudad que se convertiría en cárcel de seguir en ella. Y más aún, admiraba su determinación de consagrarse al oficio literario.

Sí, compartía rasgos con el narrador, como el amor por la poesía –leía a Walt Whitman y Baudelaire, a la Generación del 98 y a Juan Ramón Jiménez, a los modernistas y a los poetas del 27, a los anónimos autores de las canciones y los romances medievales...–; compartía también el asistir a lecturas, presentaciones y conferencias de escritores locales, y fue así como acabé leyendo a Ricardo Molina, conociendo a Juan Bernier, o coleccionando varios números de la revista Kábila, y alguno de Zubia, a cuyos miembros fundadores y colaboradores conocía de vista, de cruzármelos en la calle o de encontrarlos en alguna taberna, en algún pub, en un evento literario, en un concierto al aire libre o en alguna plazoleta de la Judería. Eran para mí días extraños, convulsos –gracias Umbral–, porque para entonces, en tercero de carrera, tenía clara mi verdadera querencia: leer, escribir sobre lo que había leído y, de vez en cuando, un poema, clásico y moderno a un tiempo, vanguardista y antiguo, novedoso y tópico. En fin, un afán, la persecución de un sueño en el que ando todavía, aunque debo reconocer que en 1976 era un iluso inmaduro al que le faltaban las palabras porque le faltaban experiencias, viajes, amores, atrevimiento y seguridad en sí mismo.