En cuatro semanas del verano de 1953, Françoise Quoirez, una adolescente de 17 años, escribió una novela, dejó una copia a nombre de Françoise Sagan en el buzón de dos editoriales y esperó. Juillard fue la primera en aceptarla y publicarla.
Bonjour, tristesse fue un best seller. Llegó a las librerías en marzo de 1954, y en tres meses se vendieron 200.000 ejemplares, cifra que fue creciendo y multiplicándose con las reediciones, traducciones, derechos teatrales y cinematográficos. La consagración literaria le llegó con el Premio de los Críticos franceses a finales de mayo. La novela desató pasiones y lenguas: por la edad de la autora, por el tema tratado y la actitud de los personajes, por reflejar el sentir de miles de jóvenes europeos.
En pocos meses, aquella escritora novel había publicado en una editorial de prestigio, obtenido un importante galardón literario, vendido cientos de miles de ejemplares y obtenido miles de francos que gastaba en restaurantes y cafés con sus amigos, en ropas, en un Jaguar XK140 y en los casinos. FS era la imagen del éxito. La imagen también de una juventud diferente, rebelde.
Con la súbita fama madrugaron también los detractores. El más notable, y el que abrió la veda, fue el crítico de Le Figaro, el católico François Mauriac, que alentó la confusión entre la autora y el personaje de ficción, llamándola “encantador monstruo de dieciocho años” o “terrible muchachita” –deliberada confusión que llega a otros periódicos: perversa y encantadora, cínica muchacha de vida desordenada, una mala estudiante, una cría que ha perdido la cabeza...–, en la que reconoce talento literario, pero a la que considera carente de valores patrios y falta de compromiso ideológico en el combate espiritual que Francia tiene entablado en ese momento histórico, una adolescente atenta solo a sus problemas personales, como el yonqui al que sólo le interesa su próximo pico. El combate, las graves heridas que en ese momento sufre la nación francesa no son otras que las derivadas de la inminente guerra de Argelia y de los últimos disparos en la guerra de Indochina, que acabó con más de noventa mil soldados franceses muertos y la derrota a manos de Vietnam. De eso tendría que hablar una obra galardonada por la crítica, insiste Mauriac, del heroísmo de sus compatriotas en aquellas guerras coloniales. Espíritu. Patria. Cristianismo. Ninguno de esos altos conceptos aparecía en la novela de aquella descarada adolescente.
Novela de amor. O mejor, de amores. Novela sentimental, sí. Novela testimonio. Novela manifiesto. Novela rebelde. No procaz ni desvergonzada. Ni escabrosa. Ni pornográfica, por supuesto, como la presentó más de una firma en los periódicos. En Bonjour, tristesse destaca la claridad argumental, la sencillez con que aborda las situaciones, la naturalidad de su estilo, de su lenguaje, la capacidad de describir el alma de los personajes, incluso del paisaje, y del verano, mediterráneo. FS escribió su libro en estado de gracia.
El título de esta novela siempre me llevará al verano del 75, a la cala de Port Salvi, en Sant Feliu de Guíxols: tenía 19 años, había aprobado todas las asignaturas de segundo curso en la Facultad y un anochecer de primeros de julio me embarqué en el catalán –el tren de la emigración de miles de andaluces en los 60– para probar fortuna en los hoteles de la Costa Brava y sacar dinero con que pagar al menos la matrícula del curso siguiente.
Recuerdo apenas el viaje en un tren atestado, la llegada a Barcelona, la agencia de trabajo, el trayecto en autobús hasta Sant Feliu. Tras una breve entrevista con el maître y porque hablaba algo el francés, me asignaron el puesto de sommelier en el restaurante del hotel.
Por la tarde, antes de empezar mi primer turno, bajé a un comercio del pueblo concertado con la empresa y compré a débito dos juegos de ropa de trabajo: pantalón, zapatos, calcetines y corbata negros, camisa y chaqueta blanca. Todavía conservo alguna foto. En mi vida había descorchado una botella de vino, pero enseguida acudió en mi ayuda una camarera y me enseñó a manejar el sacacorchos.
Así –Bonjour, tristesse–, la saludaba todas las mañanas con mi mejor sonrisa cuando nos encontrábamos en los pasillos antes del desayuno. Ella me la devolvía en sus ojos color caramelo. Cecilia se llamaba, de un pueblo de Jaén. En el hotel trabajaban también su padre –viudo, friegaplatos– y un hermano en la lavandería.
–Háblame en francés, estudiante, y yo la galanteaba con canciones de Brel y de Moustaki, de Brassens; le enseñaba cómo se decía mar, playa, cielo, nubes, árboles, frases cortas para saludar y despedirse. Había también besos y abrazos, manos entrelazadas, caricias, susurros. No íbamos más allá. Luego nos separábamos, cada uno a sus ocupaciones.
Ella tenía en su pueblo novio de casarse, así que lo nuestro, en secreto. Le temía a su padre, que se ponía violento cuando se emborrachaba. Quizá hubiera pasado eso la primera vez que la vi. Quizá su padre la hubiera liado la tarde anterior y hasta la hubiera golpeado. Reconocí la tristeza en la apariencia de su cuerpo, recogido sobre sí mismo, en su andar silencioso, leve. En sus ojos.
–Bonjour, tristesse –y apareció la sonrisa, tintada por la pena, pero sonrisa.
No era entre ellos, padre e hija, la misma relación que en el libro de Françoise Sagan. La cómplice vitalidad, el desenfado y el optimismo entre los personajes de la ficción se transformaba en miedo, en dolor, en aquella muchacha que veía a diario y que tenía diecinueve años, como yo, como la autora de Bonjour, tristesse.
Tres vidas, tres jóvenes de la misma edad. Ahí acababan los parecidos.
La realidad de Port Salvi, salvo el paisaje mediterráneo, era muy distinta a la de la villa en la Costa Azul donde transcurría la acción de la novela. Nada que ver la exclusividad y el discreto aislamiento de la villa alquilada por el padre de la protagonista con la masa de turistas que ocupaba hoteles y campings, playas, paseos marítimos, discotecas, restaurantes y espectáculos nocturnos. Nuestros 19 años no se parecían a los de Françoise Sagan, que para entonces ya disfrutaba del éxito y del dinero, ni a los de la protagonista de su novela. Cecilia trabajaba desde los quince años durante la temporada completa, primavera y verano, en los hoteles de la Costa Brava y volvía a su pueblo en otoño, ahorraba para cuando llegara el momento de ayudar en la compra de una casa, amueblarla completa y casarse con su novio; yo era un discreto universitario que vivía en casa de sus padres, que iba descubriendo su amor por los libros, por el estudio y por la lectura, que escribía en secreto sus primeros versos y cuyo único horizonte inmediato era acabar los estudios y dejar la casa de los padres.
El verano del 75 en Port Salvi fue rico en experiencias. Nunca había besado a una muchacha, acariciado sus hombros, su cuello, su espalda, su pecho, ni la había mirado de cerca a los ojos en la intimidad de los susurros. Nunca, tampoco, había sido amenazado con un gran cuchillo por un hombre, el padre de Cecilia, que en una turbulenta tarde de borrachera me persiguió por las dependencias del personal y hube de refugiarme en la habitación del maître hasta que bajó la marea. Ni había cruzado la frontera para ir a Perpignan, pero aquel verano lo hice dos veces en compañía del chef, que se metía en un cine para ver películas porno mientras yo lo esperaba paseando por la ciudad o tomando cerveza en una terraza. Aquel verano conocí también el peligro del juego, el del ludópata, cuando una noche el hermano de Cecilia me despertó de madrugada para pedirme dinero con que seguir jugando al póquer, donde había perdido la paga mensual que acabábamos de recibir esa misma tarde. También supe de primera mano que el jefe de barra, que dormía a mi lado, había sido mercenario en un país africano, y que escupía sangre. Y aprendí a recomendar vinos a clientes que hablaban en catalán, en francés, en italiano...
Volví a Córdoba virgen, con poco dinero, una camiseta marinera que compré en Barcelona y un brazo en cabestrillo: uno de los últimos días, agotado ya del esfuerzo acumulado en las muchas horas, ordinarias y extraordinarias, de trabajo en el restaurante, con falta de sueño y de descanso, me llamaron a deshora, las seis o las siete de la tarde, de parte del jefe supremo, que había llegado en su yate con la cantante Mari Trini y solicitaba mis servicios: me levanté como con resorte de la cama, grité como un vikingo al ataque y descargué toda mi ira con un puñetazo en la puerta del dormitorio colectivo. La atravesé. Y me rompí el escafoides.
Con el nuevo curso, Cecilia se esfumó. Alguna vez se me viene a los labios el saludo, su hermosa mirada triste, aquel Háblame en francés, estudiante…
La generación de FS, nacida en 1935, era niña durante la II GM, en algún sitio he leído que la llamaban generación 83, que era el indicativo en las cartillas de racionamiento para niños y adolescentes. Por si la sociedad francesa no tuvo bastante entre 1940 y 1945, el gobierno entabla durante diez años otra guerra en Indochina y abre nuevo frente bélico en Argelia. ¿Esperaba la entrega absoluta de la población a nuevas sangrías? ¿Que las familias consintieran otro sacrificio de sus jóvenes? ¿La entrega de sus vidas por la grandeur? La derecha recalcitrante, sí, enarbolaba soberbia –interesada, mentirosa, egoísta– la bandera del nacionalismo, de la patria, de unos trasnochados valores, pero los jóvenes, y no sólo ellos, decidieron romper, olvidar las monsergas con moralina de los mayores, lanzarse a vivir, a disfrutar y prolongar la alegría, el vértigo del amor sin tapujos, buscando la intensidad y la plenitud de una existencia todo lo libre que fuesen capaces de labrarse por sí mismos. Ahí estaba el escándalo.
Ahora que han pasado cincuenta años de aquel verano en Port Salvi, y veinte más desde la publicación de la novela de FS, me doy a la fantasía y a la divagación, y me pregunto, le pregunto a ella, qué novela habría escrito de aquellos dos meses de un universitario que trabaja de somelier en un hotel de la Costa Brava y se enamora de una camarera que va a casarse con su novio de toda la vida. En mi vagabundeo por la ficción imagino que FS, igual que retrató en su novela a una juventud francesa que deja atrás valores obsoletos y disfruta de la vida, trazaría el modelo de muchos jóvenes españoles que habíamos vivido los últimos veinte años –la mitad– de la dictadura, que estrenábamos entusiasmados urnas y democracia, que buscábamos la independencia económica y dejar atrás también la losa franquista, aunque en estos tiempos regresivos compruebo que nunca desapareció, que se intenta blanquear la dictadura, que vuelve el fanatismo falangista, la derecha intolerante y retrógrada, el imperio de la posverdad (¿Recuerdan el NODO?). Justamente aquello a que aspirábamos a superar tantos jóvenes en el 75.
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