Después de más de cuarenta años he vuelto a leer El Jarama. La primera vez lo hice cuando preparaba oposiciones a profesor agregado de bachillerato; esta segunda, jubilado ya, lo he hecho por ir buscando una idea clara del contexto literario en que nací. La novela de Rafael Sánchez Ferlosio obtuvo por unanimidad el premio Nadal en 1955 y se publicó en febrero de 1956, mes y año de mi nacimiento, por lo que puedo afirmar que El Jarama y yo somos estrictamente contemporáneos, aunque creo, sin quejarme de la vida que he tenido hasta hoy, que el tiempo ha pasado mejor por el libro que por mí. La novela me sigue pareciendo una obra maestra, yo en cambio no puedo aportar maestría en nada.
Por fecha de nacimiento, mi padres pertenecen a la generación de Ferlosio, la primera generación de españoles que no habían hecho la guerra, pero sí la vivieron de niños y adolescentes, y comenzaban a construir sus vidas, sus familias, a mediados de los cincuenta. La España de mi niñez se estaba transformando entonces y modernizando –adiós definitivo al racionamiento, admisión en la ONU, ayuda estadounidense (mantas y bidones de leche en polvo), visita de Eisenhower, asesinato de J. F. Kennedy, ascenso y gloria de Manuel Benítez El Cordobés, revolución cubana, proyecto Apolo, los cohetes Soyuz y Yuri Gagarin, guerra fría y muro de Berlín, retrato de Franco y «Cara al sol» en las aulas, televisores, lavadoras eléctricas y frigoríficos, nuevos automóviles (haigas), incipiente turismo europeo… Conocí la Córdoba pobretona y gris de la clase media a finales de los cincuenta, la Córdoba de barrio –Campo de la Verdad, Cañero, el viejo Ciudad Jardín y los pinchitos de Juanito Mohamed, la Huerta de Santa Isabel y la recién levantada Residencia Noreña (mi hermana mayor conserva alguna fotografía con ese edificio de fondo, mis padres jóvenes y risueños entonces en primer plano), la matinal de los domingos en el cine Séneca, los biscúter, el coche huevo y el Gordini, el coche de las viudas. Cómo olvidar el pregón del hombre de los cucuruchos de merengue de colores bajando desde la Calahorra con su delantalito blanco y su bandeja (Al chibiricoqui, coqui, coqui…), las parejas de novios en bicicleta o en moto, sentadas ellas al bies en la barra o en el sillín de atrás, los viejos taxis negros con la franja roja en los laterales, la playa del Guadalquivir y los baños del domingo, los ahogados (yo mismo estuve a punto de ser uno de ellos), la gran fuente redonda en el cruce del Paseo de la Victoria con Ronda de los Tejares, los limpiabotas en la calle Concepción, el gran salón con cristaleras del Círculo de Labradores donde solía pasar las mañanas mi abuelo Anselmo–, y también la Córdoba rural que parecía de la inmediata posguerra: casas sin agua corriente, niños de mi edad que pasaban el día en el campo cuidando un hato de cabras, cuadrillas de segadores, el trillo rodando en las eras tirado por una mula, casas cerradas porque la familia había marchado a Barcelona, a Madrid, o al extranjero...
Lo primero que advierte el lector del Jarama es el dominio absoluto del diálogo, de la conversación entre los personajes, que son muchos, pues estamos ante una novela coral, no de masas, como afirma Valbuena Prats en su Historia de la literatura española. Un conversar intrascendente sobre esto y aquello y lo de más allá por el que se van caracterizando los personajes. La acción transcurre durante un domingo de verano en las orillas del río madrileño, y está protagonizada por un grupo de jóvenes de la capital y otro grupo de parroquianos de una taberna. Salvo el dramático final, la novela recrea la insignificancia y banalidad de los hechos y las conversaciones en tres espacios narrativos cercanos: la orilla del río, donde están los jóvenes; el interior de la taberna y el patio de la misma. Escrita según los cánones del objetivismo (behaviorismo, conductismo), que considera únicamente real aquello que puede ser percibido por un observador externo, el narrador se convierte en testigo, no organiza la estructura del relato, que sigue un orden lineal, no juzga ni opina, describe con objetividad el marco narrativos y da paso a los diálogos. Un relator de la conducta de los personajes.
La novela se convirtió enseguida en modelo del realismo social, de relato referencial con su carga ideológica y de denuncia, que no era precisamente, o únicamente, el propósito de Ferlosio: «El Jarama –escribe Jordi Gracia– puede ser la obra maestra que muchos todavía leemos, pero sin duda fue, desde el mismo momento de su aparición, espejo y metáfora del estrangulamiento vital de la España del medio siglo; también el testimonio de la pulcritud, la solvencia y la disciplina con la que un escritor es capaz de imponer a la novela una norma de escritura». Además de reflejo certero de la clase media y media baja de mediados de los 50, la novela era también un impecable ejercicio literario, una construcción estrictamente sometida a los principios del conductismo: preponderancia del diálogo, objetividad del narrador, linealidad y condensación temporal (desde la mañana hasta la noche, unas 16 horas del domingo).
Destaca en el grupo de jóvenes el tedio y la mediocridad de sus vidas. Apunta alguno de ellos cierta rebeldía que parece anunciar la nueva España de finales de los cincuenta, pero en general estamos ante un grupo de jóvenes mediocres, con trabajos mediocres –mecánico, dependiente de una zapatería, vendedora ambulante de helados, obrero en una fábrica, camarera en una cafetería, representante de botones–, y unas vidas mediocres de las que no consiguen escapar. Ni el vino que beben («la media trompa, simpatía de prestado. En cuanto baje el vino, vuelta a lo de siempre, no nos hagamos ilusiones», confiesa Lucita); ni las escapadas domingueras, un paréntesis que todos quisieran más duradero, porque el lunes significa la vuelta a un presente sin esperanza («Entre semana se me olvida; y gracias a eso tiramos», declara Mariyayo); ni siquiera la expectativa de su próximo casamiento («No me hables de bodas ahora. Hoy es fiesta», contesta Miguel a uno de la pandilla) bastan a estos jóvenes urbanos para superar sus existencias mezquinas, atrapadas en un mecanismo que ellos no manejan, que los arrastra sin posibilidad de escape, y del que no son conscientes, que es lo peor.
No sé si por edad mis padres estarían representados en los personajes de la novela, escrita entre octubre de 1954 y marzo de 1955, pero dudo que compartieran la falta de expectativas de los jóvenes de la novela, aunque tuvieran claro hasta dónde podía llegar un joven guardia civil hijo de guardia civil casado con la hija de un guardia civil. Vida de cuartel. Sueldo asegurado, sí, pero limitado horizonte profesional. Fue la vida que eligieron. No se lo reprocho. Comprendo el sacrificio y se lo agradezco. A su manera, en su medianía, fueron héroes, apostaron más que por ellos por sus hijos, por eso no los reconozco en esos personajes vacíos, nihilistas, de la novela. No creo que en mayo de 1953, cuando mis padres se casaron, o en febrero de 1956, cuando yo nací, sus vidas fuesen tan sin substancia, tan faltas de esperanza, tan tristemente desperdiciadas. Habían vivido una guerra, habían atravesado, sin ser conscientes, los años del hambre y el estraperlo, de la durísima represión franquista y de las omnipresentes sotanas, les tocaba ahora vivir su juventud, reír y divertirse con los amigos, crear una familia, encarar optimistas el futuro, entramparse para comprar la primera lavadora, el primer frigorífico, el primer televisor o la Espasa abreviada, ir de vacaciones en verano, pagarnos los estudios...
No debo confundir ficción y realidad, considerar, como don Quijote, que la literatura es real, que la vida es novela, que la novela no es invención sino verdad y testimonio. Mis padres biológicos no son personajes de libro, aunque pueda reconocerlos, como a mí mismo, en mis padres literarios, en ciertos libros de Aldecoa, Martín Gaite, Jesús Fernández Santos, Carmen Laforet, Miguel Delibes, el Cela de La colmena y el Viaje a la Alcarria, el Goytisolo de Campos de Níjar, el Ferlosio de las Industrias y andanzas de Alfanhuí, porque me trasladan a mi infancia (de mediados de los cincuenta a mediados de los sesenta), evocan circunstancias, personajes y paisajes vividos, tamizados por la memoria, agrandados quizá, deformados por olvidos y selecciones caprichosas, pero con una indudable sensación de verismo, de realidad vivida, que no es el caso de El Jarama, con cuyos personajes, vistos a través de un frío objetivo fotográfico, ni me identifico ni me siento cercano.
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